Fue a cursar la maestría de su Licenciatura en Comunicación y se quedó seis meses en El Mundo de Madrid. Hoy le solicitan notas para varios medios... es hija de Celso Dominguez nuestro Presidente de Honor, es Carolina Dominguez.
De Uruguay a Galicia: así crucé el mundo para conocer el origen de mi familia
Bajo en la estación de tren de Ourense, Galicia. Me espera Juan Domínguez, primo de mi padre. No lo conozco. Veo que hay un hombre que busca con la mirada a alguien, en fin, como todos en la terminal. Lo abrazo y después, pienso: "¿Será?". Silencio. "¿Juan?", pregunto. No responde. Suspira. Y comienza a llorar. Sin duda, ha sido el saludo más conmovedor de mi vida. Al menos, con un desconocido.
Voy con los detalles. Me llamo Carolina, tengo 32 años y soy hija de un emigrante gallego. Mi padre, Celso Domínguez (72) dejó Pereira, en Bande (Ourense) con cuatro años junto a mis abuelos, Francisca y Celso, y mi tío Jesús. "Chuzos de punta" caían aquella mañana de julio de 1950 cuando la familia decidió expatriarse. Cada uno tomó su maleta, un abrigo y, sin mirar hacia atrás, los cuatro caminaron casi cinco kilómetros hasta la estación de bus. Ese día, decenas de gallegos marchaban hacia el puerto de Vigo: salía el famoso barco a vapor francés Maure que cruzaría el Atlántico.
El viaje se realizaba en grupo familiar, entre amigos o vecinos. Se podían contar con los dedos de una mano los que emprendían esta aventura en soledad. Un mes de viaje. Un mes que mi abuela recuerda entre el hacinamiento y el hedor de los dormitorios. Hombres por un lado; mujeres y niños, por otro. El pueblo había quedado atrás y afloraban la morriña, la ansiedad y el miedo por lo desconocido. La prole Domínguez Villarino pisó suelo oriental un 25 de agosto, fecha en que se celebra el día de la Independencia en Uruguay.
Los Domínguez eligieron como destino Montevideo. Al día siguiente de llegar al continente americano, mi padre y mi tío fueron a la escuela. "De un momento a otro me vi rodeado de más de 30 niños en una clase. Además, no hablaba su idioma", contaba siempre papá. Así es la vida del emigrante, no sólo se desprende de su lugar de origen sino que, además, tiene que encajar en un país que desconoce.
Una aldea de 48 personas
Pereira es un pueblo poco habitado en la profundidad más rural de Galicia. Juan, el primo que me recibe en la estación de tren y su esposa, Obdulia Álvarez, me llevan hasta allí desde el centro de Ourense (donde viven actualmente). 50 kilómetros; 40 minutos en coche. "Hace medio siglo vivían aquí más de 70 u 80 familias", recordaban durante el camino. Hoy viven 48 personas, principalmente jubilados. Llegamos. "¡Ésta es la casa donde vivía tu papá!". La vivienda ha sido remodelada, pero allí aprendió a caminar, tuvo sus primeras rabietas y recogió las avellanas que caían de los árboles.
-¿Usted conoció a mi abuela?
-¡Cómo no la voy a conocer!
Los vecinos quieren contármelo todo. Qué suerte, porque mi densidad es extrema. Una pregunta detrás de otra. Quiero que me cuenten cómo era el carácter de mi abuelo, al que no llegué a conocer. Cuál era el cuarto de mi padre y cuál era el de mi tío. Quiénes eran mis bisabuelos. De hecho, justo en ese momento me doy cuenta que nunca había visto una foto de ellos: Manuel y Rosa. Hoy navegamos entre un caudal de imágenes, pero por aquel entonces tener una foto era un lujo. Por fin pongo cara a Manuel Domínguez y Rosa Domínguez. Una familia de apellido capicúa.
"¡Papá, estoy con José Carrizo, un vecino tuyo de 74 años que dice que jugaban juntos en aquella esquina!", grito por videollamada. Me eriza la piel la conversación entre ellos. José confiesa que se trepaban juntos a los árboles, pero a mi tío que era más pequeño mi abuela lo mandaban a su casa. Rosa, otra vecina de 80 y pico años, me abraza y repite: "Qué riquiña, qué riquiña". Ella me enseña la esquina en la que mi abuelo bailó con mi abuela y le robó el primer beso. Las familias me invitan a sus casas: "Come algo, por favor, ¿te tomas un café?". A los gallegos no se les puede despreciar una invitación. "Ya está pagado, si no lo comemos se pondrá feo y no lo queremos tirar".
Casas fantasma, recuerdo de la emigración
Hay muchas casas abandonadas y destruidas en Pereira. La emigración era una estrategia de supervivencia familiar y miles recurrían a préstamos que avalaban con su finca. Aquellos que no podían devolver el dinero, no volvían. "Los González se fueron a Buenos Aires, sus vecinos a La Habana y aquellos de la casa de tejas rojas a Montevideo", me señalan durante el paseo por el pueblo. El pasaje a La Habana costaba unas 150 pesetas en los años 30 y fue uno de los destinos más populares en un principio; luego, la emigración masiva se dio hacia Argentina y Uruguay.
Entre 1901 y 1931, más de 300.000 gallegos cruzaron el Atlántico. La gran mayoría no retornó jamás a su Pereira. En el de mi padre aún quedan decenas de casas casi derrumbadas y con el pasto crecido. Me decido por entrar a una de ellas. Vasos y platos en el aparador, las camas deshechas, hasta un saco gris colgado en la pared, como si se lo hubieran olvidado. La escena es dantesca. La madera del suelo cruje como si se fuera a partir. El polvo delata el abandono. Huele a humedad. Hay un informe médico tirado en el suelo que data de 1964, y certifica que María Victoria Álvarez Domínguez de 52 años natural de Taboaas, Ourense "no padece ni enfermedad infecto contagiosa, ni mental, sí encontrándose capacitada para el trabajo". Uno de los tantos documentos que les pedían para viajar.
El Whatsapp de la familia Domínguez se inunda de fotos, preguntas, comentarios y peticiones. Yo recabo la información in situ, mientras mi madre Zulma Ortas, y mis hermanos mayores Alejandro y Gonzalo piden más y más. Logro dibujar un árbol genealógico. "Te falta Manolito", me acota Juan, "y te pareces mucho a él". Es la tercera persona que me repite eso. Manolito emigró hacia Suiza. No lo conozco personalmente, pero reconozco que después de mirar fotos podríamos decir que compartimos mirada.
Galicia, tierra de mujeres fuertes
Este viaje me hace comprender la fortaleza de mi familia, principalmente de mi abuela. Confieso que ver las piernas robustas y andares firmes de una mujer mayor en una iglesia de Ourense me emocionó hasta las lágrimas. ¿Vaya locura, no? Sí. Eran iguales a las de mi abuela. Y este patrón se repetía en todas las gallegas. Las gallegas son una raza fuerte. Las gallegas estuvieron solas durante muchos años, cuando los hombres salían a navegar, cuando marchaban a buscarse la vida fuera de la ciudad.
Esta tierra tiene a una heroína: María Pita. A una precursora de la poesía moderna: Rosalía de Castro. A la primera española que se convirtió en corresponsal de guerra: Sofía Casanova. Y podría seguir. La cultura gallega es matriarcal. Las mujeres siempre sacaron adelante a la prole.
Y esto lo veo reflejado en la madre de mi padre, una guerrera que enviudó joven, que perdió a un hijo recientemente y que hoy tiene una actitud que sobrepasa cualquier muralla. Una mujer que con 92 años me llama por WhatsApp para preguntar cuándo regreso a Montevideo. "Ésta es tu tierra, Carolina. Vuelve pronto". Habré nacido en Uruguay, donde residen actualmente más de 40.000 gallegos, pero la sangre española me brota con fuerza. Y hoy España me abraza. Volveré, ¿cuándo? Ni yo lo sé, aunque reconozco que me siento en mi casa en más de un lugar del mundo.
O Resumo Edición Nº 346 - 9 de Noviembre de 2018
Fuente: elmundo.es 7.11.2018
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